Otra vez, por decir otra más, fue en un restaurante de Yunnan. Esta vez mi anfitrión era arquitecta beijingnesa que yo había conocido en Barcelona. Se estaba poniendo el sol y se veía en la ventana del restaurante en el segundo piso como una bomba color naranja a punto de hundirse y nuevamente comenzó la danza de la hospitalidad. Lo que quiero decir es que siempre me ha parecido hermosamente excesivo. Y nunca sé bien cómo retribuirlo.
Este atardecer en el restaurante de Yunnan lo primero que trajeron, me acuerdo bien, fue un queso de cabra del que me hice inmediatamente fanático. Luego carne con menta, y unos hongos exquisitos.
Me daba la impresión de que la comida china estaba dise?ada para agasajar, por la forma en que iban trayendo los platitos, por la combinación de sabores, por las palabras de mi anfitriona que iba como adornando cada manjar con historias y comentarios.
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